En las últimas décadas, la Medicina del Estilo de Vida (MEV) ha emergido como un enfoque prometedor en la prevención y tratamiento de enfermedades crónicas, basándose en pilares como la alimentación saludable, la actividad física, el manejo del estrés, el sueño reparador y la conexión social. Sin embargo, esta medicina enfrenta una paradoja incómoda: sus principales promotores – los profesionales de salud – muchas veces no logran aplicar estos principios en su propia vida.

Numerosas investigaciones demuestran lo que ya sabemos: una proporción significativa de los profesionales de salud sufren de sueño insuficiente, alimentación inadecuada, sedentarismo y niveles elevados de estrés. Los turnos prolongados y el desgaste fisico y emocional en condiciones laborales exigentes son vistos como parte natural del oficio y son estos mismos profesionales faltos de sueño, sedentarios, mal alimentados y estresados quienes pretenden exhortar a los paciente a adoptar un estilo de vida saludable.

El problema no es de voluntad, sino estructural, desde la universidad, se nos forma en una cultura que glorifica el sacrificio y minimiza el autocuidado. Al egresar, el sistema rara vez ofrece condiciones que permitan un estilo de vida saludable: agenda de horas saturadas, entornos precarios y presión institucional dificultan aplicar lo que aconsejamos. Esta disonancia cognitiva afecta a ambos lados: los pacientes perciben la incoherencia entre el discurso y la práctica, lo que erosiona la credibilidad del profesional y adherencia a sus indicaciones; y el profesional arriesgan su salud física, mental e incluso su empatía, comprometiendo la calidad del cuidado y la vocación misma.

Si la MEV quiere ser tomada en serio, debe empezar desde dentro.

Facultades e instituciones deben comprometerse a formar y cuidar a los profesionales de salud. Solo cuando el sistema permita vivir saludablemente, podremos aconsejar con coherencia, eficacia y humanidad. Porque el consejo más potente no se da con palabras, sino con el ejemplo.