En urgencias vivimos muchas historias: unas enseñan, otras sacuden, pero unas pocas, escasas, nos marcan para siempre. Esta es una de aquellas.

Una tarde, de cotidiana monotonía, pasados ya seis o siete años desde que empecé mi trabajo en urgencias, las balizas de una patrulla se hicieron sentir. Algo me empujó a caminar rápido hacia la entrada. Un técnico de enfermería venía corriendo con un niño en brazos mientras, atrás, dos carabineros lo seguían en silencio con la angustia reflejada en la cara.

El técnico, con voz entrecortada, solo alcanzó a decir: ¡Don Mauri..! Miré al niño que tenía un disfraz de superhéroe, me congelé por un segundo y luego reaccioné. En mis brazos estaba aquel niño que sin saberlo representaba la justicia y el bien.

Lo llevamos directo al recuperador. Lo acosté. Busqué pulso. Nada. Empecé compresiones. El técnico, con una mezcla de ternura y confusión, cortaba el trajecito con el escudo en su pecho. Llegó el equipo. El urgenciólogo tomó vía aérea. Dos cirujanos instalaron tubos pleurales. Mi colega canalizó con precisión la única vena visible. Todos hicimos lo que teníamos que hacer. Sin cruzar miradas. Sin preguntar. Solo actuar. Como lo hacemos cuando sabemos que cada segundo puede ser el último.

Ese niño, con su capa de tela y sus sueños intactos, había caído de altura. Jugaba en el balcón de forma inocente, creyendo quizás que volar era posible. A simple vista, su cuerpo apenas tenía un par de pequeños moretones. Era como si todavía resistiera a la muerte. Lo llevamos al pabellón. Hicieron todo lo médicamente posible. Pero no fue suficiente. No volvió.

Yo me quedé con la imagen de sus zapatillas pequeñas, su capa rota, su silencio inmenso. Sentí una mezcla brutal de impotencia, pena y rabia. Porque hay batallas que se pierden antes de comenzar. Y sin embargo, las peleamos igual. Porque eso hacemos, luchamos aunque duela, aunque sepamos que quizá no ganemos.

Cuando terminó todo, me lavé las manos, respiré hondo, puse la mejor cara que pude y volví a atender a los otros pacientes. Como si nada. Pero con el alma en pausa.

Así es este trabajo, una montaña emocional que nos obliga a seguir. Porque alguien más está esperando y no pueden ver que estamos rotos.

Gracias a ese pequeño supehéroe, que sin saberlo nos enseñó lo frágil que es la vida, y lo inmenso que puede ser el amor de un equipo que no se rinde, aunque la esperanza sea mínima. Porque aún queda el deber de intentarlo. Por él. Por su familia. Por nosotros.